Memoria




 “.. Y el Gobierno regional estuvo representado por el Consejero de Asuntos Sociales en el homenaje brindado a las víctimas del accidente de avión sucedido la semana pasada y que gracias a la veloz intervención, fueron localizadas e identificadas con una rapidez encomiable”.


Clic. Apagó la radio.


   Rosario recogió las llaves de encima de la cómoda y salió como cada día, al alba. Bajó la calle hasta la plaza y desde allí se dirigió a la capilla de San Segundo.Cogió un ramo de rosas silvestres detrás de la capilla, en la muralla que rodeaba  el cementerio.


  Continuó hasta el Prado de Ulpiano y caminó despacio hasta la vieja caseta, situada en medio del terreno. Llegó hasta ella, miró como siempre alrededor,con recelo, (costumbre esta de años de sentirse observada) y se arrodilló como todos los días. Se santiguó, depositó las flores y sintió el frio de una lágrima recorriendo su mejilla.


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Érase una vez

Erase una vez un desierto.

En aquel desierto habitaban hombres, mujeres y niños. Un día llegaron hombres armados y les dijeron que aquel era su territorio y los confinaron en campamentos, cercados y vigilados.

Los invasores se  apoderaron de cuanto quisieron y dejaron clara su intención de quedarse allí para siempre. Los vecinos y demás países protestaron levemente, obligados por las circunstancias, (eso que llaman derechos humanos)  y siguieron tratando con los invasores: recibiéndolos, comprándoles mercancías y vendiéndoles servicios.

A los invadidos les dijeron que tuvieran paciencia y calma, paciencia con los desmanes de los opresores, calma con la muerte y enfermedad de los suyos. Que se abstuvieran de protestar más allá de lo permitido, por las buenas, que si no serían llamados terroristas. El Gran Jefe mandaba hacerlo así y no quedaba más remedio. Entonces…

  Podría continuar. Parece una crónica de las noticias de estos días pero, en realidad, estoy hablando de Palestina, o del Congo, o de tantos pueblos oprimidos y olvidados, que ya se hace necesario que tomemos partido y sacudamos la desidia a esta sociedad, para conseguir así cambiar las cosas.


Breve historia de (mi) religión

 Los orígenes

     Nací en pecado o, al menos, eso es lo que le dijeron a mis padres, obligándoles a pagar para que un tipo vestido con sayas y gorro me echase un poco de agua fría por encima de la cabeza, a la vez que recitaba unos cánticos para liberar mi alma de las garras de un ser malísimo.

Después de eso me enteré que había corrido un gravísimo peligro porque en el intervalo desde mi nacimiento hasta que me chiscaron con agua milagrosa, si me hubiera muerto, habría vagado eternamente por el limbo, que, por cierto, hace poco fue clausurado por orden del Vaticano, lo que me hace preguntarme donde están ahora las almas de los niños que murieron antes de ser bautizados, pero eso es otra historia

 Durante mi infancia y mi adolescencia los católicos a los que pertenecía por tradición familiar y social, se empeñaron en intentar convencerme de que todo aquello que representaba un placer era pecado, por ejemplo, jugar sin control, reír sin parar, hablar con la gente, el sexo (OHHH! el sexo, ese era el peor de todos) y tantos otros. Así que durante ese período y hasta ya empezada la juventud, ocupé la mayor parte de mi tiempo en dilucidar cada vez que iba a hacer algo si era pecado o no, con la consiguiente pérdida de oportunidades porque, a menudo, cuando por fin conseguía decidirme, ya había pasado el tren.

 También de esa época viene mi convencimiento de que aquel dios del que me hablaban los católicos se había cansado de hacer cosas o se había mudado a otro barrio, porque después de la cantidad de actuaciones que tuvo durante los primeros años de la humanidad o mejor dicho del Universo (léase la Biblia, Antiguo Testamento), ahora no hacía nada de nada, excepto, eso sí algún milagro que otro por intercesión de algún hombre muerto que los dirigentes de la iglesia denominaban “santo”.

También es cierto que si después de mandar a su hijo, lo único que se les ocurre a los humanos es crucificarlo, hombre, yo me pensaría en volver,  incluso en no tenerlos en cuenta para ningún otro plan. Dejando aparte  a ese dios y sus circunstancias, poco a poco fui comprendiendo que la religión era básicamente un negocio, que poco o nada tenía que ver con aquello que me obligaban a memorizar de pequeño sobre la historia del pueblo elegido y la vinculación de los hombres con un “Único Dios Verdadero”.

La culpa de esa “caída” la tuvo mi temprana afición por la lectura. Mi fe se desmoronó porque al leer comprendí que, si bien es cierto que siempre la humanidad tuvo una necesidad de creer que había algo más allá de los lindes del bosque o la llanura en la que habitaba, más allá del cielo que le cubría, el que tuviera un nombre u otro no empezó a ser importante hasta que la casta de los sacerdotes comprendió el valor económico y social que significaba ser el representante de esa divinidad en la tierra.  

(Continuará)